Durante años se ha repetido, casi como una advertencia sin matices, que “solo el 2% de las personas productoras son mujeres”. Un dato que se volvió consigna, pero también frontera. Proviene del análisis de las canciones más populares del Billboard Hot 100, realizado por la Annenberg Inclusion Initiative. Sí, habla de una brecha. Pero también ha sido usado —de forma involuntaria o interesada— como excusa para justificar la exclusión. Porque esa cifra no representa a toda la industria, mucho menos a las escenas independientes, locales o alternativas. Al contrario, ha reforzado la narrativa de que las mujeres no están, cuando en realidad, no se les ha contado donde sí están creando.
Y es que la falta de representación en carteles, playlists o premios no significa falta de música, sino falta de voluntad para mirar en otras direcciones. Por eso nacen proyectos como el Estudio de Brecha de Género en Festivales Mexicanos, que desde 2022 analiza de forma sistemática la presencia de mujeres y disidencias en los festivales de música más relevantes del país. Los resultados son claros: una de cada cuatro propuestas programadas tiene representación femenina o disidente (25% en 2022 y 2023, y un retroceso a 22% en 2024). Si bien hay avances puntuales, el promedio se ha mantenido sin cambios. El problema no es la falta de talento, sino las puertas que siguen cerradas.
La conversación que no llega a los mercados musicales
Ante este escenario, surge otra pregunta: ¿de qué nos sirve registrar las ausencias si no visibilizamos las existencias? Con esta lógica nació el Mapa de Músicas Mexicanas, una herramienta que no se limita a lo que aparece en medios o festivales, sino que documenta la actividad real de la escena hecha por mujeres y disidencias. Un esfuerzo colectivo y sostenido que demuestra que la música está ocurriendo, aunque no siempre se vea. Y que cuando se cuenta bien, las cifras cambian el panorama.
Un ejemplo: uno de los pretextos más comunes para no incluir más mujeres es que “no hay suficiente producción”. Pero los datos del Mapa desmienten esa idea:
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En 2021 se registraron 53 discos,
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En 2022, 130,
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En 2023, 161,
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En 2024, 209,
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Y en lo que va de 2025, ya se contabilizan 87 discos y casi 500 sencillos.
Además:
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674 sencillos fueron lanzados en 2022,
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1,145 en 2023,
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1,142 en 2024.
¿De verdad el problema es la falta de producción? O más bien, ¿falta una infraestructura que escuche, archive y valore esta música?
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Contar es resistir: los datos como herramienta de visibilización musical
En este debate, los datos no son el enemigo. De hecho, son una de nuestras herramientas más potentes para abrir conversación. Así lo demuestra el estudio “Gender Differences in the Global Music Industry”, publicado en 2019 por Yixue Wang y Agnes Horvat. Su análisis incluyó datos de más de 8,000 artistas y cerca de 230 mil canciones creadas entre 1960 y 2000. De ese total, 177,856 fueron de hombres y 54,942 de mujeres. A simple vista, parecería que las mujeres participaron menos. Pero ¿realmente es así? O, como ya sabemos, su música no fue registrada, promovida, ni conservada en igualdad de condiciones.
El estudio también analizó cómo operan las dinámicas algorítmicas y colaborativas en las plataformas digitales. Encontró que las mujeres tienen en promedio menos colaboradores y suelen ocupar posiciones periféricas en las redes musicales, lo cual limita su exposición y crecimiento. Además, de casi 5,000 sellos discográficos analizados, solo un tercio había firmado al menos una artista mujer.
A eso se suma otro sesgo: el de los géneros musicales. El estudio clasificó 571 estilos, etiquetados socialmente por los oyentes. El rock, el techno, la electrónica y el rap se asociaron principalmente con hombres; el pop vocal, el soul y el jazz vocal, con mujeres. Casi todos los géneros fueron asignados alguna vez a hombres; menos de la mitad, a mujeres. ¿Eso significa que ellas no crean en esos géneros? No. Significa que no las estamos viendo ni escuchando en esos espacios.
Y aquí entra un elemento clave: el comportamiento algorítmico no refleja necesariamente nuestros gustos personales, sino nuestras costumbres de escucha amplificadas por prejuicios históricos. Por eso, en algunos talleres propongo un ejercicio simple pero revelador: visitar Icebergify para ver qué tan profunda es nuestra escucha musical. No para juzgar los gustos, sino para preguntarnos desde dónde descubrimos música. Porque si mujeres y disidencias siguen siendo el underground, difícilmente aparecerán por obra de los algoritmos o los boletines de disqueras. Algunas se colarán en playlists; otras llegarán por recomendación o intuición. Pero la mayoría sólo se descubre si estamos cerca de la escena, de sus protagonistas, de la fuente viva de la música.
Hablar de canon es hablar de poder: quién decide qué queda registrado, premiado, memorizado. Y para disputar ese poder, necesitamos registros que no reproduzcan las exclusiones, sino que revelen las posibilidades. Por eso, cuando decimos “los datos no borran, revelan” estamos apostando por una forma distinta de mirar. Una donde contar es, también, un acto político. Donde la estadística no sea otra cadena del sesgo, sino argumento para imaginar futuros más amplios. Porque no se trata de llenar cuotas, sino de comprender todo lo que estamos dejando fuera cuando no abrimos el panorama.
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