“No solo venían a un concierto,
venían a apoyar una causa.”
Entre 1997 y 1999, más de 1.5 millones de personas —algunas fuentes afirman más de dos millones— asistieron a las más de 130 fechas de Lilith Fair, el festival fundado por Sarah McLachlan que transformó el panorama musical de los noventa. No fue el primero en su tipo —antes existieron encuentros y circuitos de mujeres en el folk, el jazz y la música alternativa—, pero sí el primero en alcanzar una escala mainstream, capaz de reconfigurar la industria desde dentro. Su existencia contradijo la narrativa que dominaba las estaciones de radio y las giras masivas: esa idea repetida por promotores y ejecutivos de que las mujeres “no venden” o de que dos artistas femeninas no podían compartir cartel. Lilith Fair demostró lo contrario: millones de personas llenaron estadios para escuchar a mujeres, y lo hicieron con una convicción que trascendía lo musical.
La mayoría no estuvimos ahí, pero heredamos su eco. Lo supimos por las crónicas, por los fragmentos de video, por las entrevistas recuperadas y, años más tarde, por la historia oral publicada por Jessica Hopper en Vanity Fair, donde las protagonistas reconstruyen no solo la hazaña logística y artística, sino también la resistencia que enfrentaron. Lilith Fair no fue una anomalía en el sistema, fue el paréntesis donde la colaboración desplazó a la competencia y donde la música se convirtió en un espacio político sin necesidad de consignas explícitas.
El documental Lilith Fair: Building a Mystery, dirigido por Ally Pankiw y estrenado en sistemas de streaming, revisita ese fenómeno con una mirada sensible y lúcida. A partir de más de 600 horas de material de archivo, la directora traza una narrativa que mezcla el fervor colectivo con la conciencia histórica. No se limita a la nostalgia —aunque hay mucho de ella en las imágenes de Sarah McLachlan, Sheryl Crow, Erykah Badu, Tracy Chapman, Paula Cole, Fiona Apple, Bonnie Raitt, el grito de ¡FIRE! de Sinead O'connor y la admiración mutua que derivó en colaboraciones—, sino que busca entender qué significó ese gesto para las generaciones posteriores, por qué su legado sigue siendo incómodo para ciertos sectores de la industria e incluso desconocido para otras, según comentan al inicio del documental.
Festivales 100%, una historia que va más allá de los 90
Pankiw no se detiene en la estética de los noventa, sino que interroga sus tensiones: el rechazo mediático, las burlas, la caricaturización del festival como “Lesbopalooza”, el modo en que el patriarcado cultural respondió ante la posibilidad de un espacio de poder femenino compartido. Frente a esa hostilidad, el documental ofrece un contrapunto luminoso: la solidaridad que se gestó tras bambalinas, las alianzas intergeneracionales, las conversaciones entre artistas que iban desde el folk hasta el hip hop. Es ahí donde Building a Mystery cobra mayor profundidad: en su capacidad para mostrar la diversidad de mujeres que construyeron comunidad más allá de los géneros musicales o las etiquetas.
Entre las voces contemporáneas que aparecen en la película destacan Brandi Carlile y Olivia Rodrigo, quienes reconocen que su posibilidad de estar hoy en los escenarios se debe, en parte, a lo que Lilith Fair abrió. Esa línea de herencia atraviesa toda la película y nos recuerda que el festival no solo amplió la visibilidad de las mujeres en la música, sino que instaló nuevas conversaciones sobre autonomía, representación y sororidad artística.
Musicalmente, el documental emociona: los fragmentos en vivo son una celebración coral, con coros multitudinarios, improvisaciones compartidas y una energía que —a diferencia de otros festivales de la época, como Woodstock ‘99— destila empatía, no violencia. Pero Pankiw va más allá de la euforia: también muestra el desgaste emocional y las contradicciones internas de un movimiento que, aunque masivo, no logró escapar de la mirada crítica de una industria reacia al cambio.
A casi tres décadas de distancia, Lilith Fair: Building a Mystery adquiere una relevancia inesperada. En un presente donde el discurso de la inclusión convive con un renovado backlash contra el feminismo, la película se vuelve espejo y advertencia. Como señalan algunos testimonios, si el festival se organizara hoy, el rechazo podría ser incluso más feroz. Esa reflexión convierte al documental en algo más que un homenaje: es una llamada de atención sobre la fragilidad de los avances y la necesidad de seguir sosteniendo espacios seguros, diversos y colaborativos en la música.
Building a Mystery es una película conmovedora, política y profundamente inspiradora. Su fuerza está en recordarnos que Lilith Fair no fue una excepción, sino un precedente. Que detrás de aquellas giras masivas hubo una revolución silenciosa, tejida desde el escenario y desde la colectividad. Y que, aunque no hayamos estado ahí, seguimos cantando en su herencia, por eso es tan significativa la escena del cierre de ciclo: una artista pisa el escenario que ella observó a la distancia como público el 5 de julio de 1997.


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